LA PESADILLA DE LA MUDANZA
Un cambio de casa es un cambio de vida, mudarse a otra ciudad, ni se diga, y hacerlo después de los 60, es una hazaña. Cuando tienes tantos años vividos, llenos de recuerdos, tu casa está llena de cosas, –he ahí donde empieza el problema.
Hace 4 años llegué con dos de mis hijos, a un departamento, después de vender la casa que habitamos 24 años. Yo juré que esa era la última mudanza que haría, pero parece que no me acordé a tiempo: mis hijos se independizaron y ya estoy nuevamente empacando mi vida en cajas.
Y ya ni hablemos de la ropa, porque tu closet revienta y siempre te pones lo mismo. "No, ahora sí voy a usar este abrigo, si lo compré en El Corte Inglés", te dices sacudiéndole el polvo al gancho para colgarlo de regreso.
Así va el diálogo en tu cabeza, mientras empiezas a acumular cosas sobre el suelo, y tienes que brincarlas para ir por otra caja, cuando te acuerdas que tienes que hablarle a tu hija y... ¿dónde dejé el celular? Empiezas a buscarlo –por enésima vez–, entonces te da calor, te duele la espalda y de pronto sientes el cansancio... te quedas parada en medio del caos y te dan ganas de llorar.
Te deprimes porque ya no te queda energía para enojarte, así que te arrepientes y te entra la culpa por andar emprendiendo hazañas, en lugar de estarte quieta como una abuelita tejiendo o haciendo rompecabezas. Luego viene el shock que te paraliza, hasta que siempre sí te enojas, quieres quemarlo todo, pero no sabes por dónde empezar... y finalmente, te derrotas, aceptas que así son las mudanzas y decides darte un descanso.
"Pero eso sí", te dices con férrea determinación, "juro que ésta sí, es la última vez que me mudo".